Un artículo escrito por J.W. McGarvey.
No tenemos tanta información en las Escrituras como quisiéramos sobre el modo primitivo de dirigir los cultos públicos de la iglesia. Aun así, algo tenemos y nos conviene aprovecharnos de ella y aprender todo lo que podemos.
En el décimo cuarto capítulo de 1 Corintios, Pablo le da instrucciones a la iglesia sobre el tema y concluye diciendo que «porque Dios no es Dios de confusión, sino de paz, como en todas las iglesias de los santos» (1 Corintios 14:33). Esta observación, teniendo en cuenta la conexión que mantiene, requiere la suposición que la misma forma de evitar confusión y de asegurar la paz que acaba de prescribir a los Corintios era el método establecido en todas las congregaciones. Esta conclusión es confirmada por la consideración que se supone que el apóstol no podría establecer, en diferentes congregaciones, métodos en gran grado muy diferentes a los demás.
Tras haber declarado el objeto triple del acto de profetizar, que contempla edificación, exhortación y consuelo; y tras haber mostrado la impropiedad del hablar en lenguas a menos de estar presente un intérprete, el apóstol procede de la siguiente manera: «¿Qué hay que hacer, pues, hermanos? Cuando os reunís, cada cual aporte salmo, enseñanza, revelación, lenguas o interpretación. Que todo se haga para edificación». La expresión “cada cual” no se debe tomar estrictamente, pues no es verdad que cada miembro tenía cada uno de los ejercicios enumerados sino que el apóstol quiere decir que tiene estos entre ellos: algunos uno, otros otro. Cantar, pues, para lo cual algunos tenían talento especial; enseñanza, para lo cual otros tenían excelencia y que aquí es usado como el equivalente de profecía; el hablar en lenguas, que le pertenecía aún a otro, constituían los ejercicios bajo consideración. Habiendo así declarado los diferentes ejercicios, el apóstol abandona el tema de cantos y procede a dar el modo apropiado de llevar a cabo el discurso público, tanto por lenguas y por profecía. Dice, «Si alguno habla en lenguas, que hablen dos, o a lo más tres, y por turno, y que uno interprete; pero si no hay intérprete, que guarde silencio en la iglesia». El significado de la expresión «que hablen dos, o a lo más tres» es que dos, o a lo más tres, hablen en una reunión, provisto que haya intérprete; de otra manera se les prohíbe hablar en la asamblea de los santos.
Avanzando, ahora a la otra clase de oradores, les da la misma instrucción en términos de número, diciendo «Y que dos o tres profetas hablen, y los demás juzguen. Pero si a otro que está sentado le es revelado algo, el primero calle. Porque todos podéis profetizar uno por uno, para que todos aprendan y todos sean exhortados».
De esto parece que, como en el caso del habar en lenguas, solo dos o tres profetas debían hablar en una reunión y que nadie había de ocupar el tiempo a exclusión de otro que quisiera hablar. Mientras hablaba uno, y cuando hubiera ocupado suficiente tiempo, el Espíritu movería a otra a hablar y, al dar esto conocer, el primero debe callar. Parece, también que la libertad de hablar en rotación se le extendía a todos aquellos que poseían el don profético. La expresión, «podéis profetizar uno por uno» significa no todos los miembros pero sí todos los profetas, pues tan sólo una parte de los miembros poseían el don de profecía. El juicio mencionado sin duda era la manera que aquellos profetas que escuchaban decidían sobre la realidad de la inspiración proclamada por el que hablaba.
De estas instrucciones determinamos el orden de ejercicios en las iglesias primitivas como lo siguiente:
Cuando había presente hermanos que podían hablar en lenguas, dos o tres de ellos hablarían, cada uno seguido por su intérprete; y después o antes que éstos, o tal vez intercalados con estos, dos o tres profetas hablarían, así haciendo de cuatro a ocho discursos en una reunión. Canciones también se introducían en tal cantidad y en tal momento que mejor promoverían edificación, y la Cena del Señor, junto con oraciones apropiadas, encontraban un lugar apropiado entre otros ejercicios. No necesitamos pausar para presentar al lector inteligente con evidencia sobre las reuniones previamente mencionados.
Tan gran variedad de ejercicios en una sola reunión impone la alternativa de prolongar la reunión a una larga duración o de grandemente abreviar cada ejercicio. Pero largas reuniones continuas nunca han sido, en ninguna era, encontradas provechosas, y por lo tanto la fuerte probabilidad es que los ejercicios individuales eran muy breves. Si cada uno de los discursos ocupaba diez minutos y los varios servicios conectados con la Cena del Señor media hora, estos juntos con cantos y oraciones sin duda prolongarían reuniones enteras a dos horas, la cantidad de tiempo que probablemente ocupaban.
En las iglesias primitivas, generalmente si no universalmente, los maestros poseían algún tipo de don espiritual impartido por la imposición de manos apostólicas. Es por esta razón que las instrucciones que tenemos son dadas en referencia al ejercicio de tales dones. Pero cuando estos dones terminaron, aquí no hay duda que el orden de los ejercicios instituido para aquellos bajo inspiración fue perpetuado por los maestros sin inspiración. Lo previo naturalmente sería la forma para los previos, y éstos argumentarían que si fue necesario que los maestros inspirados siguieran las instrucciones del apóstol, sería mucho más necesario que aquellos sin inspiración hicieran lo mismo. Una perpetuación de esta forma de llevar a cabo la adoración fue, por lo tanto, una necesidad siempre que los hombres fueran guiados por precedentes apostólicos.
Aunque lo de arriba era el orden prevalente en las iglesias primitivas, tenemos evidencia que a veces esto era interrumpido. Cuando Pablo se encontró con los hermanos en Troas, ocupó el tiempo entero de su reunión con una predicación larga y conversación subsecuente. Esto muestra que cuando la oportunidad surgía para más instrucción o edificación de lo que ofrecían los ejercicios regulares, la regla de hacer el mayor bien al mayor número de personas prevalecía y puede que esto justifique la apropiación de la hora más favorable de la semana para los labores de un evangelista.
La sabiduría de este método de comunicar instrucción pública a los discípulos es atestado por las experiencias del tiempo presente. Es casi universalmente admitido por aquellos que tienen la oportunidad de juzgar que reuniones de oración bien dirigidas, en las cuales canciones, oraciones y exhortaciones alternadas llenan el tiempo son más edificantes que la mayoría de reuniones para predicación; y que cuando un grande número de predicadores se juntan para alguna ocasión, se encuentra que reuniones para ejercicios sociales de este carácter resultan ser más devocionales que aquellos en el cual los predicadores más elocuentes ocupan la hora entera. ¿Porqué, pues, no deben las iglesias, bajo dirección de sus ancianos, depender más de tales reuniones y menos de la predicación? El no hacerlos es una desviación manifiesta de los precedentes apostólicos, y como todas las desviaciones del estándar original, da fruto malo. Iglesias que no pueden recibir predicación languidecen y mueren cuando, por este método, podrían estar llenos de vida y poder. Las iglesias son mucho más numerosas que los hombres que pueden hablar por una hora de edificación, y siempre lo serán en un cuerpo religioso que crece rápidamente. Si intentas corregir esta disparidad cesando la multiplicación de iglesias, el celo del cuerpo morirá y tampoco dará más predicadores. Nuestra única alternativa, por lo tanto, es regresar a la práctica primitiva. Permitir que los ancianos, en ausencia del evangelista, reúnan a la congregación cada día del Señor, y en vez de permitir que uno o dos ocupen el tiempo, utilizar de cuatro a seis ejercicios establecidos de la casa del Señor. Hay muchas otras consideraciones a favor de este método, pero no pausaré para enumerarlos.
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La versión de la Biblia usada en este artículo es la LBLA (La Biblia de las Américas), a menos de ser específicamente notado.